Unidad 4. Medicina

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AUDICIÓN 1. Aparato para captar imágenes del cerebro

Contesta si es verdadero o falso.       TEST on-line

AUDICIÓN 2. Devolver la vista a los ciegos.

Tarea: Elige la variante correcta:    TEST on-line

1. Borja Corcóstegui eligió su carrera profesional
   a) porque estaba de moda
   b) por predestinación dinástica
   c) según sus propios gustos
2. Borja es director del
   a) Instituto de Microcirugía Ocular
   b) Instituto de Microcirugía Molecular
   c) Instituto de Microcirugía Artificial
3. Su método está basado en
   a) tecnologías de alta definición
   b) tecnologías informáticas
   c) tecnologías obsoletas
4. Ha abandonado la medicina pública porque
   a) había muchos médicos inexpertos
   b) se sentía muy mal emocionalmente
   c) no podía concentrarse en el trabajo científico
5. Su cofundador de la ONG "Ojos del Mundo" es
   a) un político catalán
   b) un político catalán y su colega
   c) un político catalán y su ex paciente
6. La ceguera en los países del tercer mundo es diferente a la de los países desarrollados porque
   a) presenta más posibilidades de recuperación
   b) necesita más tratamiento
   c) es incurable
7. La ONG "Ojos del Mundo"
   a) paga un decente salario a los oftalmólogos
   b) reúne a los oftalmólogos interesados en el proyecto
   c) contrata a oftalmólogos de todo el mundo
8. Entre las prioridades de la fundación está:
   a) preparar oftalmólogos del tercer mundo
   b) realizar investigaciones
   c) donar recursos
9. Los días de operación Borja apenas come porque
   a) le puede dar diarrea
   b) puede dormirse
   c) está más alto de reflejos
10. Borja asume su responsabilidad ante los pacientes con
    a) temor
    b) mucha naturalidad
    c) pasotismo
11. Según Borja, los ordenadores
    a) crean los ciegos del mañana
    b) no influyen mucho en la visión
    c) emiten fuertes ondas electromagnéticas

Texto 1. Lee el texto y haz las tareas que vienen a continuación.
 

 LAS URGENCIAS  

           Poco antes de la una y media de la madrugada, la en­fermera despertó al doctor Alejandro Del Prado.

—¿Qué pasa? —preguntó éste, confuso.

—Está entrando un helicóptero. Dos pacientes. Un hombre mayor y una mujer joven. Ella tiene heridas de bala.

—Vale —dijo cansado.

           Desde que empezara su turno, a las seis de la tarde, habían ingresado a cuatro personas de­bido a una colisión frontal de coche ocurrida en las afue­ras de la ciudad. Una de ellas se encontraba en estado crítico y otra había fallecido poco después de llegar. Tam­bién atendió a una camarera que había sufrido quema­duras en las piernas a causa de un accidente de cocina ocurrido en un restaurante de Manzanárez, y le salvó la vida a un niño de cuatro años que llegó al hospital con parada respiratoria tras haberse tragado la rueda de un coche de juguete. Además de todo eso, pudo curar a una joven que se había caído en una zanja con la bici. Al departa­mento de obras públicas del municipio no se le había ocurrido nada mejor que abrir la zanja precisamente en la salida de un carril bici, y, además, alguien había tirado dentro las vallas de advertencia. Le tuvo que dar catorce puntos en la cara y la chica iba a necesitar dos dientes nuevos.

           Sobre las once, el número de pacientes de urgencias ya había disminuido. Dio una vuelta para controlar el es­tado de los que acababan de entrar y luego se retiró a una habitación para intentar relajarse un rato. Tenía guardia hasta las seis de la mañana, pero aunque no entrara nin­guna urgencia él no solía dormir. Esa noche, sin em­bargo, los ojos se le cerraban solos.

La enfermera le llevó una taza de té. Aún no había recibido detalles sobre las personas que estaban a punto de ingresar.

           Alejandro miró de reojo por la ventana y vio que relampagueaba intensamente.  El heli­cóptero llegó justo a tiempo. De repente, se puso a llover a cántaros pero el médico salió hasta la entrada de urgencias al encuentro de las camillas. Su compañera de guardia,  se ocupó del primer paciente que ingresó, un hombre mayor con graves lesiones en la cara. A Alejandro Del Prado le tocó ocuparse de la segunda paciente, una mu­jer con heridas de bala. Hizo una rápida inspección ocu­lar y constató que parecía tratarse de una adolescente, en estado muy crítico y cubierta de tierra y de sangre. Le­vantó la manta con la que el equipo de emergencia de Protección Civil había envuelto el cuerpo y vio que al­guien había tapado los impactos de bala de la cadera y el hombro con tiras de una ancha cinta adhesiva plateada, una iniciativa que le pareció insólitamente ingeniosa. La cinta mantenía las bacterias fuera y la sangre dentro. Una bala le había alcanzado la cadera y atravesado los tejidos musculares. El médico levantó el hombro de la chica y lo­calizó el agujero de entrada de la espalda. No había ori­ficio de salida, lo que significaba que la munición perma­necía en algún lugar del hombro. Albergaba la esperanza de que no hubiera penetrado en el pulmón y, como no le vio sangre en la cavidad bucal, llegó a la conclusión de que probablemente no fuera ése el caso.

—Radiografía —le dijo a la enfermera que lo asistía. No hacían falta más explicaciones.

Acabó cortando la venda con la que el equipo de emergencia le había vendado la cabeza. Se quedó helado cuando, con las yemas de los dedos, palpó el agujero de entrada y se dio cuenta de que le habían disparado en la cabeza. Allí tampoco había orificio de salida.

Alejandro se detuvo un par de segundos y con­templó a la chica. De pronto se sintió desmoralizado. A me­nudo solía decir que el cometido de su profesión era el mismo que el que tenía un portero de fútbol. A diario llegaban a su lugar de trabajo personas con diferentes es­tados de salud pero con un único objetivo: recibir asisten­cia. Se trataba de señoras de setenta y cuatro años que se habían desplomado en medio del centro comercial a causa de un paro cardíaco, chavales de ca­torce años con el pulmónizquierdo perforado por un destornillador, o chicas de dieciséis que habían tomado éxtasis y bailado sin parar dieciocho horas seguidas para luego caerse en redondo con la cara azul. Eran víctimas de accidentes de trabajo y de malos tratos. Eran niños atacados por perros de pelea y unos cuan­tos manitas que sólo iban a serrar unas tablas con una Black & Decker y que, por accidente, se habían cortado hasta el tuétano.

           Alejandro Del Prado era el portero que estaba entre el pa­ciente y Fonus, la empresa funeraria. Su trabajo consistía en decidir las medidas que había que tomar; si optaba por la errónea, puede que el paciente muriera o se des­pertara con una minusvalía para el resto de su vida. La mayoría de las veces tomaba la decisión correcta, algo que se debía a que gran parte de los que hasta allí acu­dían presentaba un problema específico que resultaba obvio: una puñalada en el pulmón o las contusionessufri­das en un accidente de coche eran daños concretos y con­trolables. Que el paciente sobreviviera dependía de la na­turaleza de la lesión y de su saber hacer.

           Pero había dos tipos de daños que Alejandro detestaba: uno eran las quemaduras graves, que, inde­pendientemente de las medidas que él tomara, casi siem­pre condenaban al paciente a un sufrimiento de por vida. El otro eran las lesiones en la cabeza.

           La chica que ahora tenía ante sí podría vivir con una bala en la cadera y otra en el hombro. Pero una bala alo­jada en algún rincón de su cerebro constituía un pro­blema de una categoría muy distinta. De repente oyó que Juana, la enfermera, decía algo.

—¿Perdón?

—Es ella.

—¿Qué quieres decir?

—Isabel Salander. La chica a la que llevan semanas buscando por el triple asesinato de Majadahonda.

           El médico miró la cara de la paciente. Juana tenía toda la razón: se trataba de la chica cuya foto habían visto él y el resto de los españoles en las portadas de todos los periódicos desde las fiestas de Pascua. Y ahora esa misma asesina se hallaba allí, en persona, con un tiro en la ca­beza, cosa que, sin duda, podría ser interpretada como al­gún tipo de justicia poética.

Pero eso no era asunto suyo. Su trabajo consistía en salvar la vida de su paciente, con independencia de que se tratara de una triple asesina o de un premio Nobel.

           Luego estalló ese efectivo caos que caracteriza a los servi­cios de urgencias de un hospital. El personal de su turno se puso manos a la obra con gran pericia. Cor­taron el resto de la ropa de Isabel Salander. Una enfer­mera informó de la presión arterial —100/70— mientras él ponía el estetoscopioen el pecho de la paciente y escuchaba los latidos del corazón, que parecían relati­vamente regulares, y una respiración que no llegaba a ser regular del todo.

           El doctor Del Prado no dudó ni un segundo en califi­car de crítico el estado de la chica y ordenó que le hi­cieran un TAC con aquel escáner en el que el hospital ha­bía invertido el dinero del contribuyente.

           A Alejandro Del Prado nunca le había lle­gado un paciente con una bala en la cabeza. Seguramente que le haría falta un neurocirujano. Se sentía in­seguro pero, de pronto, se dio cuenta de que era más afortunado de lo que merecía...  Antes de lavarse y po­nerse la ropa para entrar en el quirófano le dijo a la enfermera:

 —Hay un catedrático americano llamado Frank Ellis que trabaja en un hospital de Estocolmo, pero que ahora se encuentra aquí, en Madrid. Es un afamado neu­rólogo, además de un buen amigo mío. Se aloja en el ho­tel Radisson. ¿Podrías averiguar su número de teléfono?

           Mientras Alejandro Del Prado esperaba las radiografías, la enfermera volvió con el número del hotel Radis­son. Alejandro echó un vistazo al reloj —la 1.42— y cogió el teléfono. El conserje del hotel se mostró suma­mente reacio a pasar ninguna llamada a esas horas de la noche y el doctor Del Prado tuvo que pronunciar unas pa­labras bastante duras y explícitas sobre la situación de emergencia en la que se encontraba antes de conseguir contactar con él.

 —Buenas noches, Frank —saludó cuando por fin su amigo cogió el teléfono—. Soy Alex. Me dijeron que estabas en Madrid. ¿Te apetece venir para asistirme en una operación de cerebro?

 —No estoy para bromas, ¿sabes?  —oyó decir a una voz in­crédula al otro lado de la línea.

 —Frank, siento haberme perdido tu conferencia, pero he pensado que a lo mejor podrías darme clases particu­lares. Ha entrado una mujer joven con un tiro en la ca­beza. Orificio de entrada un poco por encima de la oreja izquierda. No te llamaría si no fuera porque necesito una segunda opinión. Y no se me ocurre nadie mejor a quien preguntar.

 —¿Hablas en serio? —preguntó Frank Ellis.

 —Es una chica de unos veinticinco años.

 —¿Y le han pegado un tiro en la cabeza?

  —Orificio de entrada, ninguno de salida.

 —Pero ¿está viva?

 —Pulso débil pero regular, respiración menos regu­lar, la presión arterial es 100/70. Aparte de eso tiene una bala en el hombro y un disparo en la cadera, dos proble­mas que puedo controlar.

 —Su pronóstico parece esperanzador —dijo el profe­sor Ellis.

 —¿Esperanzador?

 —Si una persona tiene un impacto de bala en la ca­beza y sigue viva, hay que considerar la situación como esperanzadora.

 —¿Me puedes asistir?

 —Debo reconocer que he pasado la noche en compa­ñía de unos buenos amigos. Me he acostado a la una e imagino que tengo una impresionante tasa de alcohol en la sangre...

 —Yo tomaré las decisiones y realizaré las in­tervenciones. Tú me asistirás y me dirás si hago algo mal. Y, sinceramente, si se trata de eva­luar daños cerebrales, incluso un profesor Ellis borracho me dará, sin duda, mil vueltas.

 —De acuerdo. Iré. Pero me debes un favor.

 —Hay un taxi esperándote en la puerta del hotel.

( Fragmento adaptado de “La reina en el palacio de las corrientes de aire” de Stieg Larsson )

¿POR QUÉ EL DOCTOR DEL PRADO SE ASEMEJA CON UN PORTERO ENTRE EL PACIENTE Y LA EMPRESA FUNERARIA? ¿ESTÁS DE ACUERDO CON QUE EL MÉDICO DEBE SALVAR TANTO A UN ASESINO COMO A UN PREMIO NOBEL? ¿QUÉ DICE EL JURAMENTO DE HIPÓCRATES?

PARA MEMORIZAR